viernes, 6 de mayo de 2011

La campaña 'Póntelo, pónselo' fue la primera que tuvo como objetivo prevenir las enfermedades de transmisión sexual, entre ellas el sida

                                                       CONDÓN


“Póntelo. Pónselo”, leyó bajo el preservativo ocluido que, como un gran sol sin lenguas, resplandecía en el panel publicitario. No le sorprendió en absoluto la transparencia del mensaje ni le escandalizó la imagen de aquel sofisticado globo enrollado. Meditativo y frente al cartel volvió a leer: “Póntelo. Pónselo” y con el rabillo del ojo, sin atreverse a comprobarlo, intuyó que le miraban. Una terrible sensación púdica recorrió su cuerpo. Sintió como si alguien hubiera descubierto algo que pertenecía exclusivamente a su intimidad. No estaba seguro, pero parecía como si toda aquella gente que esperaba en el andén se hubiera dado cuenta de lo que ocultaba su naturalidad. Ahora todo el mundo lo condenaría al desprecio con la mirada. Sin contemplaciones. Y menos aún con  delicadezas. A punto estuvo de volverse y gritarles la verdad. ¿Pero qué verdad, la de que se sentía como un colegial al que sorprenden haciendo novillos? ¿Y por qué? ¿Acaso aclararía lo que él no podía entender?
Comprendió que no había nada que justificar. Nada que explicar. Estaba allí. En aquella estación de metro. Esperando como todos. Y, como todos, utilizaba profilácticos cuando la ocasión lo requería. Ya no se ruborizaba nadie ante la farmacéutica. Nadie bajaba la voz ridículamente para pedir una caja de condones. Entonces ¿qué le estaba sucediendo? ¿Por qué se sofocó de aquella manera? ¿Eran restos de una doctrina desechada? No hubo respuesta, pero fue lo suficiente convincente e intentó corregir su desvarío. Se inclinó con mesura y miró hacia la boca negra del túnel. Se irguió y miró el reloj de pulsera. Volvió a mirar la gruta subterránea y  deseó con todas sus fuerzas que llegara el convoy. Estaba incómodo. Tenía la sensación de haber sido descubierto.
Por fin, se decidió y pudo caminar. Sus pies parecían arrastrar todas las miradas de un cuerpo desnudo. Volvió a quedarse inmóvil frente a la valla publicitaria, pero ya no veía nada.
La puerta de un vagón se abrió ante él y respiró hondo. Entró e intentó asegurarse en la barra cromada, pero la mano, exageradamente imprecisa, desistió. Sudaba como un condenado y buscó en el bolsillo. Con el pañuelo arrastró una cajita de vivos y atractivos colores que cayó abierta a sus pies. Un envoltorio de celofán salió disparado por los suelos e inmediatamente se desmayó.
INH  1990.